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El
dios y el diablo del teniente coronel
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Antes de que la desgracia lloviera sobre la costa de Venezuela, una
tarde oí -como miles- la voz del presidente Hugo Chávez advirtiendo
a los venezolanos y al mundo que lo escuchaba: "…o están con dios
o están con el diablo". Y por primera vez desde diciembre del año
pasado no supe qué pensar cuando pensé en ese país de donde son algunos
de mis amigos.
Al principio, pensaba que parte del problema venezolano era que todo
parecía muy claro para todos. Los partidos políticos tradicionales
parecían convencidos de que el sistema se mantendría más o menos intacto.
Hugo Chávez estaba convencido de que la política puede ser la continuación
de la guerra por otros medios, y de que ganaría con votos lo que no
pudo obtener con las armas. Y los venezolanos votaron, mucho, por
el candidato que ofrecía mucho.
En cualquier otra democracia, un triunfo como el de Chávez habría
sido objeto de reconocimiento y elogio. En cambio, no fueron pocos
los que reaccionaron con alarma y sospecha. "Los pueblos se equivocan",
me explicó una noche desde Caracas Mario Vargas Llosa, quien había
advertido que el gobierno del teniente coronel podría terminar en
una dictadura…
Es el mismo temor que tienen otros venezolanos, dentro y fuera de
Venezuela. Es verdad que algunos se encogen de hombros y agradecen
que el triunfo de Chávez los haya obligado a irse a vivir a Miami.
Otros están alarmados, aunque no puedan precisar por qué. Hay quien
tiene razones que parecen suficientes. Hay quien se limita a mover
la cabeza.
"Yo le daría el beneficio de la duda", afirma Pilar Marrero, venezolana
y columnista política del diario La Opinión de Los Ángeles, después
de un suspiro que prefiero no interpretar. "Después de todo, tomó
mucho tiempo para que Venezuela estuviera como está".
Hay que tomar en cuenta de que el referendum del día 15 -que de hecho
le concedió a la Presidencia plenos poderes- es la cuarta votación
que gana el teniente coronel en un año: los venezolanos lo eligieron
presidente, los venezolanos aceptaron la creación de una Constituyente,
los venezolanos llevaron una mayoría chavista a la Asamblea, y los
venezolanos aprobaron la nueva Constitución.
Y en opinión de algunos venezolanos precisamente en la nueva Constitución
se esconde uno de los mayores riesgos que pueden correr el gobierno
y el país:
"Centraliza todo, le da demasiada participación al Estado", señala
un colega en desacuerdo. "Entre las pocas cosas buenas que hicieron
otros gobiernos está la descentralización, por ejemplo, que permitió
una mayor participación de gobernadores y presidentes municipales
en la vida de sus comunidades".
La nueva Carta Magna también concede amplios poderes al presidente
para promover mandos militares, disuelve el Congreso y desaparece
una de las cámaras, permite que los jueces sean electos por voto popular,
y obliga al Estado a ofrecer educación gratuita, vivienda barata y
servicio médico a los veintitrés millones de venezolanos.
Y, por si fuera poco, la nueva ley obliga a celebrar nuevas elecciones
para prácticamente todos los puestos del país: trescientos treinta
y tantos alcaldes, veintitrés gobernadores, ciento setenta y cinco
diputados de la Asamblea Nacional, y un Presidente de la República
Bolivariana de Venezuela.
El tono de la voz de Chávez me preocupó esa tarde en que lo oí plantear
a su pueblo que el que no está con él está contra él, porque me parece
divisiva y excluyente aunque sea sólo para una minoría que se opone
a su gobierno.
Los venezolanos volverán a votar a finales de febrero o principios
de marzo, y lo más seguro es que reelijan a Chávez y de hecho le den
la autoridad para seguir en el puesto hasta 2006, y más tarde lo confirmen
hasta 2013. Y no importa si se equivocan, porque para eso los pueblos
son soberanos y ya no hay Nixon ni Kissinger que valgan.
Pero -no por lo que digan sus opositores ni por lo que expliquen los
críticos ni por lo que alegan sus enemigos, sino por sus propias palabras-
me pregunto qué va a pasar en Venezuela si el dios del teniente coronel
se convierte en el diablo del señor presidente…
Posdata
Cuando hablaba del fin del mundo la semana pasada, advertí que el
mundo no se podría acabar mientras hubiera personas como don Pablito
Lavalle. Pero entonces era lunes y nadie sabía que don Pablito moriría
el martes sin sobresaltos después de escuchar el Aleluya de Haendel,
a los ciento un años.
El mundo es, ciertamente, un poco menos.
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Dígale a Miguel
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