¿Quién
salvará a El Salvador?
La vida
continúa tras la tragedia.
"Si
nos vamos a morir que nos dejen morir ahora", declaró el taxista Daniel
Santos en el colmo de la desesperación. "Esto es una tortura".
Daniel Santos, como millones de salvadoreños, ha sido víctima de tres
terremotos prácticamente seguidos en poco más de treinta días, y ha
perdido el sueño, las ganas de trabajar, parte de sus clientes y la
confianza en la estabilidad del suelo que pisa.
Quien ha sentido los efectos de un sismo sabe que durante muchos días
uno sigue viviendo como si la tierra no hubiera dejado de temblar, y
busca con la mirada cualquier cosa que se mueva con la menor conmoción
telúrica, listo para salir corriendo en busca de refugio.
Pero como todos saben que no hay refugio, a menos que se deje la superficie
del planeta, todos se tienen que resignar a ese mareo constante, esa
angustia constante, ese temor constante que acosa a quienes tuvieron
la suerte de sobrevivir a un terremoto.
Ojalá todo quedara en eso. Sin embargo, en El Salvador, un país de por
sí azotado por los caprichos de El Niño y la furia de Mitch, marcado
por la pobreza y la violencia que vivió hasta no hace mucho tiempo,
los últimos treinta días van a dejar una cicatriz que los años no podrán
cerrar fácilmente.
De poco servirá que el presidente Francisco Flores vaya por el mundo
pidiendo ayuda, como de poco servirá que la comunidad internacional
la ofrezca, si se repite lo que pasó cuando el huracán grande se llevó
la costa y lo que había en ella: hay comunidades que aseguran que nunca
recibieron la ayuda porque la ayuda simplemente nunca llegó, retrasada
por burocracias complicadas, por episodios de políticas internas de
los países donantes, por la falta de recursos del propio gobierno salvadoreño
para distribuir la ayuda que sí alcanzó a llegar al país.
Hasta esta semana, el programa mundial de alimentos de la ONU sólo había
recibido dos de los diez millones de dólares que la comunidad internacional
comprometió para ayudar a los damnificados. Y es triste, pero se entiende.
Desde hace tiempo es claro que la comunidad internacional reacciona
con mayor celeridad para la guerra: los Balcanes, África, Afganistán,
Irak, son ejemplos de cómo es más fácil coordinar la destrucción que
la reconstrucción.
Las cifras de la desgracia en El Salvador son abrumadoras: hubo más
de mil doscientos cincuenta muertos, uno de cada seis salvadoreños no
tiene dónde vivir porque trescientas veintitrés mil casas quedaron destruidas,
y doscientas mil personas de los que sobrevivieron a los temblores corren
ahora el riesgo de morirse de hambre.
La economía del país retrocedió veinte años, no quedó nada de la poca
infraestructura que había, y todavía no hay modo de que los niveles
del gobierno -divididos por la política y otras cosas- colaboren entre
sí como debe ser. Y encima, no hay quien pague los mil doscientos millones
de dólares que podría costar la reconstrucción.
"El país se acabó", admite sin amargura Manuel Santoyo, quien vive en
Honduras desde los tiempos de la guerra. "Ahora vamos a tener que hacer
otro...".
Tal vez Santoyo tenga razón. Y uno, lejos o cerca de El Salvador, sentado
en la comodidad de su casa, tendrá que hacer una pausa en lo que está
haciendo y pensar cómo se puede ayudar a que un país nazca de nuevo.