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En tren, en góndola, en el baño Uno Una góndola va. La pareja se toma de la mano, ve los edificios viejísimos y su verdín de siglos, se mira a los ojos y está a punto de besarse en un canal oscuro... En el restaurante donde el señor X y el señor Z están cerrando un trato de millones, la música no alcanza a cubrir el rumor de las conversaciones ni el sonido de cubiertos que chocan con los platos. Aquí y allá se deja oír una carcajada discreta... Los pasajeros se abrocharon el cinturón de seguridad, las azafatas y los sobrecargos cerraron los compartimientos de la cabina. Quienes viajan en primera terminan su primera copa de champán. El piloto avisa por el sistema de sonido que hay una huelga de controladores aéreos... En la estación, la multitud espera que anuncien el siguiente tren a los suburbios. Los ojos de una muchacha y un muchacho se encuentran en la multitud, se siguen entre la multitud, coinciden en un vagón, separados por la multitud, y finalmente se acercan... Espero a E-Mary frente al sanitario de mujeres de un centro comercial, y ella sale, se ríe, me dice mira, y miro una joven que sale enfrascada en una conversación de nunca acabar... Vamos a un bar. En una esquina protegida del breve sol del verano -que hace sudar a los que están afuera con sus vasos de cerveza en las manos- hay cuatro jóvenes, juntos pero separados… Dos El gondolero, vestido como los gondoleros del mundo, lleva una camiseta de anchas rayas azules y está dispuesto a cantar. Todo es casi perfecto: la pareja está a punto de besarse y el gondolero tararea para sí las primeras notas de una canción cuando suena el teléfono. “Estoy en la góndola”, dice el gondolero a quien lo llama. A la entrada del restaurante hay un señor que pregunta si uno trae teléfono celular, que pide el teléfono y cuidadosamente lo pone sobre una mesa, junto a una ficha de identificación, y uno se va a comer tranquilo, en el entendimiento de que si alguien llama habrá alguien que conteste, que diga que el señor estará en la línea en un segundo, y que vaya por uno a la mesa para que uno venga a hablar sin molestar a los demás. En cuanto el piloto anunció que el avión se quedaría en tierra cuando menos cuatro horas más, el señor del 8B se levantó de su asiento, sacó el móvil, se plantó de frente a los demás pasajeros, y comenzó a dar instrucciones en voz alta para que cancelaran las reuniones que tenía. Pero no le creímos porque se limpiaba la nariz con un dedo de la mano izquierda. Cuando -por fin- la muchacha estuvo al alcance del muchacho, se oyó un zumbido y al mismo tiempo se oyeron las notas de la quinta de Beethoven, ambos echaron mano a sus bolsas, contestaron sus llamadas, el tren llegó a la estación, y nos quedamos pensando que el encuentro pudo haber sido el inicio de una historia distinta. La muchacha que salió del sanitario con el teléfono en la mano había entrado al sanitario con el teléfono en la mano y siguió conversando como si lo más natural del mundo fuera hablar con alguien con los pantalones abajo. A E-Mary le dio más risa. Los muchachos en el bar tienen sobre la mesa los elementos del placer: sus cigarrillos y medio litro de cerveza cada uno, y en la mano cada uno tiene su celular y conversa con alguien que no está ahí. “Estoy con unos amigos”, dice uno de ellos en el teléfono. Tres “Nada nos salvará”, le digo a E-Mary. “A partir de la semana próxima podrá escucharse el servicio mundial de noticias de la 91ȱ en los teléfonos celulares de unos dos millones de personas en Venezuela y en Chile (y dentro de poco diez millones). Todo lo que hay que hacer es marcar un número para saber qué pasa en el mundo y sus alrededores”. “Ahora sí”, me dice E-Mary. “Te van a oír en trenes, en góndolas, y hasta en el baño”. “Ni modo”, pienso. “Así es ésto de la radio”. En alguna parte suena un teléfono móvil.
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