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Qué piensa y qué oye Fujimori




Cuando el rector de la Universidad Nacional Agraria vendió su tractor y su hacienda para buscar la presidencia de la República del Perú, no se imaginó que once años después, precisamente el día de su cumpleaños, prestaría juramento como Presidente por tercera vez en medio de manifestaciones de descontento, fuertemente custodiado por el ejército, y con las rejas de Palacio de Gobierno electrificadas.

Y es que Alberto Fujimori fue el candidato de la esperanza peruana, que hace once años se había cansado no sólo del estilo de gobernar de Alan García y del Apra, sino de todo el establishment político del país, integrado por una élite semejante a todas las élites gobernantes. Y ganó proponiendo honradez, tecnología y trabajo.

Cuando un sistema pierde, un pueblo gana. Para quienes como yo, que conocía a Perú por la revolución que no pudo hacer Velasco Alvarado, por los poemas de Vallejo y por las historias de Vargas Llosa, el triunfo del ingeniero significó un paso político importante para Perú, agobiado por el desorden y su prima la corrupción, la inflación y su hija la pobreza, su hermana la guerrilla, y su madrina el narcotráfico.

Eso fue lo que le fue floreciendo en las manos al ingeniero agrónomo desde el 28 de julio de 1990. Las presiones de sindicatos y partidos de oposición llegaron a ser tan intensas que Fujimori terminó gobernando por decretos y acorralado por una realidad que se negaba a cambiar: más de la mitad de los peruanos vivía en la pobreza extrema, el narcotráfico era una de las actividades económicas más importantes, y los paramilitares y el ejército gozaban de impunidad en sus acciones contra una guerrilla de nombre revelador y sorprendente: “Partido Comunista del Perú, por el Sendero Luminoso de José Carlos Mariátegui”, y otra menor pero igualmente violenta, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.

Así estuvo Perú hasta el 5 de abril de 1992, cuando la nación y el mundo se enteraron de que Fujimori disolvió el Congreso y se asignó poderes para modificar la Constitución y moralizar la administración pública y el poder judicial. Si las encuestas de ese entonces no mienten, el anuncio presidencial recibió el apoyo de más de setenta por ciento de los peruanos. Todo parecía ir bien de nuevo.

En noviembre de ese mismo año, después del arresto del líder senderista Abimael Guzmán (un personaje enfurecido que lanzaba maldiciones y consignas desde de una jaula), el presidente Fujimori celebró comicios en los que sus aliados ganaron con mayoría absoluta para conformar un Congreso Constituyente como candidatos de un partido con el paradójico y profético nombre de Cambio 90-Nueva Mayoría. Las cosas parecían ir mejor, pese a la oposición política.

En tres años Fujimori hizo crecer la economía, atrajo la inversión, aplastó a la guerrilla, se enfrascó en una guerra con Ecuador, y en abril de 1995 convocó a nuevas elecciones y de nuevo ganó, pero nadie sabe con precisión en qué momento cambió el destino del ingeniero.

El profesor aclamado como hombre que destruyó un sistema terminó por construir el suyo. La popularidad, que es un animal resbaloso, se le fue de las manos y no parece dispuesta a volver a él hasta la fecha, pese a que ganó otras elecciones en mayo de este año. Por ningún lado se vieron multitudes festejando en las calles el triunfo de Fujimori…

"En la política", señalaba el ideólogo mexicano Jesús Reyes Heroles, "hay veces en que parecer es más importante que ser". Y una rápida revisión a esta rápida relación de la rápida vida política de Fujimori parece confirmar la sentencia: el presidente ya no parece necesario. "El chino hizo mucho", admiten algunos peruanos, "pero el problema es que desde hace cinco años no ha hecho nada. Fujimori ya no es necesario".

Allá los peruanos. Sin embargo, creo que el problema que plantea un gobernante que se niega a dejar el poder es universal y tan antiguo como el hombre y el poder mismos, cosa que no justifica esa actitud pero la explica con cierta claridad. Para muchos, la democracia consiste en votar; para otros, en poder expresar lo que uno piensa; para los políticos, en conservar el poder. O al menos eso parece.

Opiniones aparte, uno termina preguntándose qué piensa y qué siente Fujimori cuando ve las manifestaciones del descontento, cuando oye las críticas, cuando ordena que los soldados y la policía antimotines salgan a las calles, cuando le dicen que las rejas de su palacio están electrificadas. Y todavía más: qué piensan los peruanos que votaron por él (notablemente menos ahora que hace diez años) cuando ven todas esas cosas.

A menos que no las vean ni las oigan.


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