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Días del Trabajo
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1965
Me despertaban los sonidos de los tambores, los pasos, las conversaciones
de los que pasaban, y el ruido de la escoba con la que Reina barría el
frente de la casa. Corría la cortina de la ventana y veía pasar frente
a mis ojos a los estibadores que iban a la caseta que servía de oficina,
vestidos como para ir de fiesta...
Más tarde, volvía a asomarme a la ventana y veía pasar a señores que descargaban
camiones de azúcar, de sal, de cemento, de cosas pesadas, y veía secretarias,
profesoras, enfermeras, que marchaban sin mirar a los lados, con un orgullo
que no podía entender, mientras los niños anunciaban: "Ahí va la tía Lila".
El pueblo retumbaba con el sonido de los tambores y las cornetas, al paso
del desfile, lleno de una energía reservada sólo para los días de fiesta.
Y me echaba en la cama, a seguir leyendo, con la conciencia tranquila
de quien sabe que ese día no hay que ir a la escuela.
1975
Obreros y trabajadores unidos revindican la causa de los Héroes de Chicago,
en una marcha que exige mejores salarios (siempre muy atrás de los precios),
derechos hasta hoy desconocidos, reconocimiento de las demandas sindicales,
cualesquiera que éstas sean.
La policía impide que se organice un desfile paralelo al del gobierno,
en el que participarían organizaciones y sindicatos independientes. Algunas
de las demandas, que alcancé a ver escritas en cartulina de colores, son
que termine la explotación, abajo la imposición sindical, muera la corrupción,
viva el país.
Después del desfile, los parques se llenan de familias o de parejas sin
qué hacer, y los cines están repletos. Me pregunto si alguien sabrá quiénes
fueron los héroes de Chicago o por qué se celebra el día del trabajo el
primero de mayo. Salgo a caminar por ahí, y en el ambiente hay un aire
festivo. Me pregunto si hay algo que celebrar.
Por la noche, la televisión muestra las concentraciones populares en Cuba,
y a un Fidel que –como cada año desde hace tiempo- denuncia los abusos
del imperialismo y advierte de los males del capitalismo. Pero dice tanto
que no dice nada...
1989
En Los Ángeles descubrí que siempre he trabajado el primero de mayo y
que en Estados Unidos el Día del Trabajo es solamente una fecha que la
gente aprovecha para ir a algún lado.
Hay manifestaciones menores de sindicatos cada vez menores. Aquí y allá,
inadvertidos, grupitos de afanadoras de oficinas, de recamareras de hoteles,
de costureras, organizan reuniones que sirven para mantener vivo el espíritu
de un sindicalismo en vías de extinción.
Los diarios reciben docenas de faxes con comunicados de prensa que nadie
leerá, y alguien escribe una nota en general sobre la calma con que transucrrió
la jornada, y alguien más analizará los disturbios que se han producido
en otras partes del mundo. Y nos pagarán doble sueldo.
2000
Me bajé del metro en Embankment, una estación al pie del río y junto a
la estación del tren en Charing Cross, y salí al aire fresco del callejón.
Había cuatro policías con chalecos amarillísimos, y más allá otros cuatro,
y más allá otros cuatro, y más allá más hasta llegar a donde se acaba
la avenida Strand y el centro de Londres se vuelve de otro modo.
Recordé las manifestaciones de junio, cuando una turba causó daños por
dos millones de libras en el distrito financiero, y las de octubre en
Seattle, durante la reunión de la Organización Mundial de Comercio, y
otras que ha habido antes y después, siempre contra el capitalismo, un
fantasma que ciertamente recorre el mundo. A esa hora la ciudad estaba
vacía hasta de turistas.
Llegué a la oficina y me puse a trabajar. Después de todo era el Día del
Trabajo. Y en eso estaba, viendo de vez en cuando una de las dos televisiones
que muestran el mundo exterior día y noche, cuando me sorprendió la imagen
de un par de personas que se sublevan y arrojan botellas y piedras contra
la policía, y luego otros que se encarnizan en un McDonald´s más cerca
de la casa de Tony Blair que del Parlamento británico, donde los ecologistas
sembraron semillas de descontento y pusieron una franja de pasto sobre
la cabeza egregia del monumento a Winston Churchill.
El relato incrédulo de Matías Zibell ilustra el tamaño de la locura que
se desató durante el resto del lunes en Londres, no menos violento que
en otras partes, donde también hubo manifestaciones, descontento, imágenes
de turbas y de policías antimotines. "El enemigo común es el capitalismo",
sentenció Matías en una frase que tenía timbres de declaración de principios
más que de explicación de los motivos de la turba.
Y es que –tanto en Londres como en Hamburgo, como en París, como en Quito,
como en Moscú- las manifestaciones del día del Trabajo eran contra algo
en vez de ser por algo. Las imágenes de los enfrentamientos me daban la
impresión de que hay mucha gente, apenas miles o decenas de miles pero
en todo el mundo, que ya no puede contener su enojo ni su frustración,
y que además ya no espera a que sea día del Trabajo para demostrarlo.
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