Dos veces
he dejado de fumar por amor, y ahora sospecho que algo tienen que
ver los cigarrillos con mi vida sentimental. Pero antes de hablar
de eso habrÃa que hablar de las razones que tuve para fumar.
No tuve ninguna. Mi primer cigarrillo fue un Del Prado que le robé
a mi abuelo. TenÃa doce años y ganas de que el mundo que conocÃa fuera
más grande, y creo que una esquina de la curiosidad fue lo que me
hizo ir al rÃo con otros amigos y fumar escondido entre las piedras
y el calor de la tarde.
Era tabaco fuerte. Tosimos como nunca a causa del golpazo del humo
y el imperioso efecto de la nicotina hasta que los pulmones se sometieron
a su nueva condición. Y entonces, sólo entonces, mientras masticábamos
pliegos de papel de envolver (porque el mito le atribuÃa la virtud
de absorber el olor de lo fumado) sentimos que habÃamos crecido y
dejamos de ser niños.
Todo nos empujaba hacia el tabaco: el cine, las revistas, nuestros
padres, las vecinas, los demás compañeros. Fumar era cosa de adulto,
un placer elegante, cosa de persona con carácter. Además ayudaba a
pasar el tiempo y permitÃa la ilusión de que hacÃa uno algo, entre
rito y goce...
Fumé hasta los veintitantos. A esa edad es difÃcil decir que uno no
sabe lo que hace, por eso me sorprende ver que en Estados Unidos hay
quienes demandan a las empresas cigarreras por enfisemas, cánceres,
úlceras y otras cosas que les salen a los que fuman, y alegan que
no sabÃan lo que estaban haciendo. Yo fumaba porque querÃa hacerlo,
como todos.
Asà que la primera vez que dejé de fumar fue por amor. TenÃa ventisiete
años y me habÃa casado, y cuando entré a donde vivirÃa con mi esposa
y mi hija de siete años sentà algo fresco en el aire de la sala, donde
nadie habÃa fumado durante varios años.
Y no duraron muchos mis visitas al patio de la casa, donde echaba
humo en cuclillas junto a un hormiguero, sentado en el quicio o recargado
en el muro. El tedio de fumar solo y el frÃo se agregaron a mis ganas
de quedarme dentro y hablar de lo que hablan los demás antes, durante
y después de la cena. Asà pasaron los años.
Luego volvà a una redacción de periódico, donde las largas horas y
la inercia me hicieron volver al imperio de la nicotina. Sin darme
cuenta, en tres meses ya estaba comprando -y fumando- una cajetilla
al dÃa. Ahora me da risa. Pienso en el hombre de blanco que, entre
cucharilla y cucharilla de coca, me confesaba: "No sé por qué dicen
que esto crea hábito. Llevo veinte años de tomar coca y no se me ha
hecho vicio...".
El amor se hizo menos y fumar se me volvió a hacer vicio. De Estados
Unidos me fui a vivir a Uruguay con mis cuarenta cigarrillos diarios,
y un año más tarde regresé a México envuelto en una nube de humo,
y envuelto en esa nube de humo me vine a vivir a Londres, aunque ya
sin amor.
Pero una noche me hallé, perdido en un futuro de aromas y romance,
y fui feliz. Como en esa época fui feliz me volvió a dar por los habanos.
Me eché a perder. Fumaba Cohibas de sabor espeso y elocuente, más
por el perfume del tabaco en hoja que por el sabor de todos modos
cerrero del cigarro, y más de una vez me perdà en contemplaciones
de humo y brandy, muy galán y algo torero...
No pasó mucho tiempo. En diciembre de 1996 volvà a dejar de fumar,
otra vez por amor. Llevaba algunos meses sintiéndome culpable cada
vez que salÃa a fumar al jardÃn y entraba a la casa oloroso a alquitranes.
Una noche, en medio de una fiesta, a punto de una gripa, me dà cuenta
de que no me gustaba el sabor del primer cigarrillo, ni su olor en
mi o en cualquier otra persona. Mi esposa, que me amaba y no fumaba,
me ayudó a dejar el hábito.
Cuando la situación cambió, una noche de agosto, me refugié en mi
rincón favorito, pedà un coñac y un cigarrillo y me dispuse a pensar.
No pude. Encendà el cigarrillo y me tragué el humo. Sentà el golpazo
de la nicotina, luego otro golpazo y luego otro y otro hasta que se
me acabó el tabaco. Desperté todavÃa enfermo.
Me he vuelto extremo, como todos los conversos y los arrepentidos.
El olor del tabaco me perturba. Me da no sé qué ver a los fumadores
que tienen que salir a la calle y disfrutar su cigarrillo a la intemperie
porque en la oficina no los dejan. He tenido que ser brusco con fumadores
que -en la mesa de junto- aprovechan una pausa en la cena para echar
humo.
He perdido trenes para no viajar en el mismo vagón atestado con alguien
que le dio tres últimas fumadas furiosas a su cigarrillo antes de
apagarlo a la mitad y guardarlo en la cajetilla, pero no he perdido
amigos porque yo fumaba o porque fumen ellos.
"La amistad dura más que el amor", me dijo una de ellas mientras hacÃa
rueditas de humo, una tarde reciente de arcoiris dobles, y me explicaba
los mecanismos del desamor. "Además, la amistad es más cómoda porque
si acaba no hay que repartir cosas".
Puede ser. Ahora vivo en una casa donde la luz y el aire tienen un
olor diferente, y no hay recuerdos, y por si las dudas no pienso volver
a fumar y mucho menos pienso dejar de fumar por amor. Eso trae mala
suerte. |