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Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono




Como era sábado nos vestimos de fiesta y nos fuimos al Domo.

En pocas palabras, el Domo es un edificio -bueno, es un decir- que aprobó el gobierno conservador y construyó el gobierno laborista para celebrar la llegada del año dos mil, tan grande como las pretensiones de sus diseñadores, que esperaban visitantes a manos llenas, y tan inútil como un día sin qué hacer.

Pero ese sábado de rosas y champán íbamos a un concierto de Nigel Kennedy. La invitación señalaba que teníamos que llegar una hora antes, subir las escaleras del metro, salir a una explanada frente a la descomunal estructura del Domo, caminar bajo la lluvia, pasar una taquilla, formarse en una línea y luego en otra y luego en otra, y entrar a un auditorio donde cabe un pueblo chico.

Ahí vimos dos cosas: varias hileras de asientos reservados para los VIPs de la 91Èȱ¬, y un escenario vacío. La penumbra propicia permitía pensar pacientemente en el programa, una cosa ecléctica con piezas de Satie, Prokofiev, Vivaldi, Hendrix. De pronto, cuando nadie lo esperaba ya, salió un maestro de ceremonias que tardó siete minutos en presentar, por fin, a Nigel Kennedy.

El artista es un señor que tiene un conjunto de seis músicos, habla como carretonero y toca el violín con un micrófono. Lo primero que hizo fue saludar y quejarse: "¿Alguien puede apagar esa puñetera luz que me da en la cara?", dijo dos o tres barbaridades más y luego se echó a tocar. Es la primera vez que oigo en violín la seda que Satie tejió para piano, y es la primera (y sin duda la última) que veo a Kennedy.

La producción es espectacular. Cuatro cámaras de video registran cada movimiento, cada pelo del violinista punk que ha llevado la música clásica a lugares que no se atrevían a decir Vivaldi, y proyectan la imagen del artista -un hombre de mediana edad vestido como si fuera a descansar, con el pelo casi afeitado en los lados de la cabeza- en una megapantalla.

Después de todo, es un violinista que estudió con Yehudi Menuhin y ha vendido más de un millón de copias de su versión de Las cuatro estaciones de Vivaldi. Pero no me gustó, porque después de todo soy un aficionado a la música clásica que uno escucha sin micrófonos y disfruta sin la ayuda de cámaras ni de recursos teatrales.

Disfrutamos, como era de esperarse, sus versiones de la música de Hendrix (el violín como primo neurótico de la guitarra), y los efectos de luces nos hicieron recordar tiempos psicodélicos en que la música se tomaba con un grano de sal o de otra cosa, más bien de otra cosa.

También disfrutamos viendo cómo salía el distinguido público, poco a poco pero sin parar. Pensé que recordar la música de tiempos en que ellos eran jóvenes les dio temor (porque el recuerdo siempre implica una pregunta que no siempre está uno dispuesto a responder) o les dio pereza (porque llega una edad en la que uno entiende que todo tiempo pasado no fue necesariamente mejor). El caso es que se fueron.

Nosotros nos quedamos hasta el fin. Semivacía, la sala desmesurada vibraba con Drifting, y en la penumbra los muros se llenaban de luces verdes que me hicieron temblar de deseo y de gusto no por el pasado sino por el presente. Otros movían la cabeza, llevaban el ritmo con los pies, dirigían una orquesta imaginaria con el dedo índice.

Kennedy -el niño malcriado de la música que hizo de sí mismo un personaje, el artista bocasucia que repugna y atrae a los burgueses que todavía quedan, aunque haya logrado hacer popular un tipo de música que nunca fue hecha para las masas- sufrió una última sacudida, tuvo un deslumbramiento final, y un acorde definitivo salió de su violín al mundo. "Eso es todo", dijo, "gracias y buenas noches". Y sin más se perdió en las sombras que servían de telón.

La gente terminó de salir. El aire era frío y caía una llovizna discreta. El Domo, más vacío que nunca, parecía una bestia en reposo. Los trenes iban atestados. Las calles se llenaron de desvelados que no tardaron en llegar a sus casas. En el refrigerador esperaba una botella de Mumm, y más allá se extendía el resto de la noche...

El champán era bueno. Oyendo a Satie, el real Satie, sentí que todo había vuelto a su sitio. Me pregunté qué habría pensado Menuhin si hubiera ido al concierto de Kennedy. Luego dejó de interesarme la música y quienes la tocan, y me perdí en los brazos de la primavera en busca de otras respuestas.

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