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Ashley tiene una pistola ![]() Sólo lo hemos visto los sábados. Sabemos que se llama Ashley porque así le grita una mujer que podría ser su mamá. Sale a la calle, mira a la izquierda, como quien va hacia donde la calle cambia de nombre y se convierte en el camino al parque, y luego mira a la derecha, hacia Jew’s Walk, más allá de los árboles grandes, y sin previo aviso deja salir un grito portentoso que se escucha en la ciudad y el mundo: -… Ashley vendrá de alguna parte, corriendo a todo lo que dan sus piernas de niño, y dócilmente se integrará a la sombra de la mujer con una sonrisa brillándole en el rostro, aunque lo hemos visto cruzar con una expresión de seriedad concentrada frente a la ventana de la cocina en amarilla exhalación de bicicleta, y recientemente regocijado en la navideña comodidad de un carro de baterías que no logra evitar la caca que los perros han dejado en el camino. Ashley también tiene una pistola. Desde la ventana de la cocina, cuando los platos del sábado se convierten en un pretexto para pasar un rato frente a la ventana, Ashley pasa, incansable, implacable con su pistola en la mano, disparando sin cuartel a una legión de enemigos que sólo él puede ver. Hay días en que un par de niñas juega con Ashley. Corren, se persiguen, se detienen a mover una lombriz con un palito, alborotan la hojarasca, se alcanzan, se aburren, y Ashley saca su pistola y juega a disparar como si nada hubiera pasado. Hasta que se oye la voz potente de la mujer. -Aaaaaaashhhhleyyyyy. Y Ashley declara un cese el fuego y va. “Los niños de ahora ya no son como los de antes”, dictaminaba hace años mi tía Chacha con un dejo de nostalgia en la voz. Tenía razón. Ella creció cuando terminaba el siglo XIX y comenzaba, terrible y prometedor, un siglo que pese a todo todavía tenía muñecas y juegos de cocina para las niñas y pistolas y caballitos para los niños, y nunca se imaginó que habría alguien como Ashley, el último niño del siglo XX. Lo más probable es que quienes ya no son niños todavía puedan evocar tiempos en que jugar era algo que se hacía con otros niños, un desorden marcado por el sudor y los raspones y el polvo de las tardes, y -como mi tía- descubran un día que todo se ha reducido a un enfrentamiento solitario e infructuoso con la máquina. Ashley, que trata de que su carro suba una prolongada cuesta entre ramitas que él mismo acomodó como obstáculos, no piensa en eso. Su papá -pensamos que es su papá- tiene un taxi, que lava con minuciosa paciencia todos los sábados mientras el niño se entretiene no muy lejos de ahí. Nunca los he visto hablar. En realidad, nunca he visto hablar a ninguno de la familia, salvo las veces en que la mujer grita el nombre del niño, nunca en vano. Nos da cierta tristeza porque la familia de Ashley nos parece un símbolo de nuestro tiempo, como la familia que escribió a un tabloide londinense para quejarse de que su televisor se descompuso precisamente el día de Navidad, cuando todos estaban reunidos, y se vieron forzados a conversar mientras comían. Pero cada familia es un mundo. Uno mira al padre silencioso que pule cada día su taxi con un cigarrillo en la boca, mira la tarde iluminada o luminosa por donde se escapa el sábado, hasta que la mujer grita y Ashley pasa corriendo, y uno sigue lavando los platos y piensa. El hombre y la mujer se harán viejos sin decir mucho y sin darse cuenta en esa calle callada en que los árboles muestran sin engaño el paso de las estaciones, verán televisión, harán lo que siempre han hecho, pero menos, y un día nos daremos cuenta de que ya nadie sale a la puerta y llama a Ashley. Y uno pensará, como la tía Chacha, que los niños de ahora ya no son como los de antes, que se acaba el agua caliente, y que Ashley ha dejado de ser manso y sonriente aunque todavía tenga una pistola… |
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