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Mirarse en un espejo ajeno ![]() El hombre llevaba prisa. Era un señor bajito y sudoroso que pasaba siempre a las nueve de la mañana y se perdía por la calle 4 en el fresco smog de Los Angeles. “Se me va a hacer tarde”, repetía, “Se me va a hacer tarde, se me va a hacer tarde”, y buscaba una hora fija del reloj inexistente en su muñeca flaca. Nunca supe su nombre, pero pensé, sin motivo alguno, que podría ser el Conejo Blanco… La primera vez que lo ví fue la primera vez que me puse a pensar en los que hablan solos, aunque el Conejo Blanco no haya sido el primero que conocí en esa condición. Porque, vamos a ver, ya había sido vecino de mesa de Quien espera en el umbral, una presencia -más que una persona- que llegaba al café y desde la entrada buscaba una mesa, la misma mesa siempre, y si la mesa estaba ocupada esperaba parado en el umbral a que estuviera libre para sentarse en ella a desatar monólogos prolongados y encendidos, a veces sobre temas tan oscuros como la narrativa de Lovecraft, y de ahí el nombre que le puse. También había conocido a Luisa, a Cande, a Angel, a Toño, figuras de mi leyenda pueblerina de quienes había que esconderse o huir cuando llegara el caso antes que la pubertad, y al profesor que tenía predilección por las arengas que uno dirige a los álamos cuando cree que ya nadie mira. Pero eran más bien seres anecdóticos. En otro tiempo, cuando el mundo fue simple, la monolalia era una actividad del reino de las cosas que hacen a los hombres ser como los dioses. Pero no hablo de ellos. Los ensimismados que digo son literalmente otra cosa. De la misma forma en que la introspección es un espectáculo íntimo que pueden percibir otros, ver a un ensimismado es el acto irresistible e indiscreto de mirarse en un espejo ajeno. Sin embargo no es lo mismo porque, digamos, el balbuceante monólogo del ebrio no es igual al distraído discurrir del atareado y ninguno de ellos se parece al ferviente soliloquio del pensador; cuando uno escucha partes -porque nunca se puede escuchar todo lo que dicen- de su argumento, uno entiende por qué hay gente que habla sola, aunque no sepa bien por qué lo hace. “Pensar es muy silencioso”, define José Miguel Pinochet. “Hablo para que me escuchen, aunque sea yo mismo”, agrega Emilio San Pedro. “Yo hablo sola porque mi mamá hablaba sola”, cuenta Selma Ortiz, “y ella tenía muchas cosas que decir en voz alta…”. “Será que la cosa no es hasta que se dice en voz alta”, reflexiona Dalia Ventura. “Yo no sé”, admite finalmente Rafael Estefanía: “Debe ser que no me escuchan”. “Quien habla solo espera hablar con Dios un día”, explica Antonio Machado. Pero no importa cuán profunda o delicada pueda ser una reflexión sobre algo ajeno. Siempre se corre el riesgo de cruzarse con alguien como la muchacha que se subió al tren una noche de fiesta con las medias rotas, se sentó detrás de mi asiento, y pasó el trayecto de Charing Cross (Waterloo East, London Bridge, New Cross Gate, Brockley, Honor Oak Park, Forest Hill) a Sydenham enfrascada en una extravagante narrativa ininterrumpida y minuciosa: uno de los pasajeros dijo “Dios mío”, se dobló y dejó caer en el suelo del vagón lo que había bebido y parte de la cena; Verónica piensa que sus compañeros de trabajo están muy gordos; la semana que viene saldré con las muchachas; vamos a una disco que descubrió la amiga de mi hermana; ay; me duele la cabeza. Entendí que sus palabras eran para otra persona que escuchaba del otro lado de la línea telefónica. Ella siguió su camino hacia Caterham, donde terminan las vías y el mundo desarrollado. Yo me bajé del tren, salí a la noche helada, miré hacia arriba y hacia los lados, y me fui a casa fortalecido a ratos por un whisky furtivo. “Se me va a hacer tarde”, dije sin pensar cuando pasaba frente a la parada del autobús, “se me va a hacer tarde”. Los que esperaban el autobús se me quedaron viendo. Como quien se mira reflejado en un espejo cuando menos lo espera. |
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