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¿Y el lunes qué? “Nunca pensé que fueras priísta”, me reprochó un día la periodista mexicana Marcela Gutiérrez. Una enfermedad violenta, propia de la estación, me puso a pensar recientemente si eso era cierto. La verdad es que se trató de un ejercicio del ocio, porque nunca he sido priista ni pienso serlo. De ahí pasé casi naturalmente a pensar en las elecciones de este domingo en México, donde alguno de los candidatos tendrá que ganar y eventualmente convertirse en presidente. Pero eso es lo de menos. Lo que parece atraer la atención de propios y extraños, más de unos que de otros, es la posibilidad real de que este domingo terminen setenta años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el gobierno, cosa que no es fácil. Y desde la gorzoma de mi resfriado y los escalofríos y el estornudo y la jaqueca, pensé en qué va a pasar después… Por supuesto, recordé el síndrome Violeta. La primera vez que pude ver de cerca los síntomas de este fenómeno fue en Los Ángeles, no recuerdo si a finales de los ochenta o a principios de los noventa, cuando era reportero de La Opinión y estaban próximas las elecciones presidenciales de Nicaragua. “Todo va a cambiar cuando gane Violeta”, anunciaban los nicaragüenses a quienes la vida o la violencia o la política (o las tres cosas) llevaron a esa parte del mundo. Y pegaban con el dedo en la mesa, como hacen muchos exiliados cubanos cuando hablan de Fidel. Ganó Violeta, pues. Los sandinistas dejaron más o menos en paz el poder que habían ganado por la fuerza. Se instaló el nuevo gobierno. Y pasó el tiempo pero nada más pasó. Todos sabemos en qué terminó la historia. En eso pensaba esa mañana, ese mediodía, esa tarde entre estornudos: qué va a pasar en México cuando pierda el PRI y gane cualquier otro (cosa que -por otra parte- no tiene que pasar necesariamente este domingo). Porque no hay que estar enfermo para reconocer que pocos organismos políticos han funcionado tan bien como el PRI, si se parte de que su objetivo nunca fue ganar el poder sino conservarlo, cosa que logró hacer durante la mayor parte del siglo veinte. Mario Vargas Llosa despertó la ira de Octavio Paz y de otros mexicanos más y menos ilustres cuando definió al sistema mexicano como una dictadura perfecta. Y no le faltaba razón al escritor metido a político peruano, aunque haya sido por otras razones. Es que la perfección del sistema priista no sólo permitió a varias generaciones de políticos conservar el poder, sino que además construyó la única cultura política que hasta el momento conocen millones de mexicanos, incluidos los de oposición (que además -en su inmensa mayoría- tienen como solitario referente el modo priista de hacer gobierno). En eso pensaba, con razón o sin ella. ¿Qué pasaría el lunes si los mexicanos se enteran de que parte de la oposición se ha convertido en gobierno y de que el nuevo presidente no es militante del PRI? ¿Qué cambiaría? ¿Cuándo y cómo desaparecerían la corrupción, la inseguridad, la violencia de la pobreza extrema, las violaciones a los derechos humanos, la arbitrariedad, el hambre, la inequidad y esas pequeñas cosas cuyos nombres tuvieron que aprender los mexicanos para saber cómo se llama lo que les hace daño? ¿Quién lo sabe? Para que un país cambie, se necesita que un pueblo cambie. En fin, estaba enfermo. Desde la ventana miré sin ver la legión de caracoles que inútilmente intentó llegar a las caléndulas antes de perecer. Era jueves. Antes de tirarme de nuevo en el sofá pensé en los candidatos. Recordé que como veracruzano no votaría por ninguno de ellos. Y me quedé dormido, pensando en el síndrome Violeta, en las elecciones, en la noche del jueves, en el lunes…
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