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Iloveyou




Bastó con que un solitario o un curioso, o ambos, vieran el mensaje. Después de todo, parecía que había llegado el momento en que uno espera cualquier cosa, un milagro, algo que se leyó en un libro, la vieja fantasía que han rescatado las películas: uno encuentra un mensaje que dice simplemente Iloveyou y quiere saber qué más.

Pero la amplia red del mundo sólo puede mostrar palabras, y uno lee en las palabras lo que quiere. Así que quienes abrieron sus correos electrónicos ese día –en busca de algo que no tenían, de algo que esperaban- en vez de encontrar un mensaje de amor hallaron un programa que mucho tenía de pesadilla y descubrieron que un virus cibernético puede causar la muerte cibernética. O casi.

No habrá que molestarse recordando los efectos del virus, que lesionó sistemas en muchas partes del mundo y paralizó empresas y causó molestias y borró archivos mientras –presa del su propio vértigo- contagiaba a otros y a otros en una sucesión corrupta que inexplicablemente no llegó al punto del que había partido.

El virus de la semana pasada resulta inofensivo desde muchos puntos de vista, porque no causó todo el daño que podría causar un programa verdaderamente maligno en una situación como la que nos ocupa. Mientras no se pruebe lo contario, habrá que pensar que fue una broma...

Habría que tratar de entender a quienes hacen virus. Despiertan, hacen lo que vayan a hacer, y encienden su computadora y escriben un programa que se esparcirá por el mundo a la velocidad de la luz. Luego van a comer. Tal vez duermen siesta y cuando despiertan se vuelven a conectar y revisan los resultados de su obra. Tal vez no.

"Lo que les emociona es el hecho de sembrar el virus y saber que despertará más tarde", me ilustra un amigo que no es del todo ajeno a este tipo de aventuras. "Uno no piensa en lo que va a pasar. O si lo hace, no es lo que importa...".

Dos veces he estado cerca de un programa que sin serlo me hace pensar en los efectos de un virus. El primero me lo envió Rogelio Rueda, y consistía en una ventana que nunca desaparecía y nunca dejaba de enviar mensajes, hasta que uno tenía que apagar la computadora, exasperado. El segundo me lo envió Roberto Belo, y era un programa que se anunciaba como una versión mexicana de Windows, lleno de malas palabras que sólo un mexicano puede decir o entender, que es lo mismo... Son cosas que todos enviamos, tarde o temprano.

Pero el humor enfermo del autor, de los autores, de la autora del virus del amor pone en evidencia algo más: las frágiles defensas de un sistema que por definición está abierto al mundo entero.

El virus del amor –tanto el cibernético como el otro- sirve también como un recordatorio constante de los peligros de esperar demasiado de un sistema tan variable como el temperamento de quien lo maneja. Y muestra con claridad que es necesario pensar más y mejor sobre la internet antes de entregarle lo que uno puede ser a esas alturas: un nombre, una dirección, un número de cuenta, una clave de tarjeta de crédito, un código.

Así que, por donde se le mire, el virus del amor no deja de ser una lección para muchos que de todos modos usaban la red del ancho mundo para enviarse chistes buenos y malos, mensajes sin remedio y sin sentido, y hablar mal de los jefes.

Después de todo, como se dijo antes, la propagación del virus se debió a la vanidad o a la necesidad (dos formas de lo mismo) de quienes abrieron la primera generación del programa infectado. Cuidado. El próximo virus vendrá disfrazado de otra cosa, pero sin duda apelará a estados de ánimo universales, y universal será el daño que cause a quienes dependen, poco o mucho, del ancho mundo de la internet.

Además, sirvió para que quienes habitan en la aldea virtual se dieran cuenta de que el amor cibernético –como cualquier tipo de amor- puede tener consecuencias serias. También sirvió para que un colega de plano confesara: "Yo no abro mensajes románticos porque me regaña mi esposa...".

A mí, que no recibo mensajes de amor, el virus Iloveyou sólo me hizo recordar la historia de Eça de Queiroz en que alguien despierta (o sueña que despierta) y descubre una campana de plata en el buró, y sabe que si la hace sonar un mandarín morirá en un lugar remoto de China, lugar que ya es remoto de por sí. En el fondo, todo es cosa de palabras.

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Hijos de la Vieja Albión
Sobre vivir con miedo
Mirarse en un espejo ajeno

Las interniñas y un viejo vestido de blanco
Ashley tiene una pistola
Recuento
Tres mitos para Caterine
Cosas que ya no tienen remedio
La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
Clones y extraterrestres
Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
Los niños de la calle y Bill Clinton
En tren, en góndola, en el baño
Qué piensa y qué oye Fujimori
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Gordon puede darse por muerto
Me preguntaron qué pensaba
¿Y el lunes qué?
Jardín del Edén
Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono
Tecnología por tu bien (I)
Nunca tuvo ningún perro
Iloveyou
Días del trabajo
Elián y las niñas
Razones de amor para no fumar
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El derecho a preguntarle al presidente
Virtud de los peluqueros
El precio de la paz en Colombia
Ahí viene la guerra
In memoriam sombrero II
In memoriam sombrero I
Inútil divagación sobre la patria
Cercanía y distancia de México
Otros diez minutos sin Martí
La urraca, la zorra y el silencio
Ecuador: las manos en el fuego
Esa noche...
En descargo de la nostalgia
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Cosas de noviembre
Cita con las estrellas
Días y noches de Miami
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