Internet es, en su naturaleza, un espÃritu colectivo. La red no tiene un eje central, ni un dueño absoluto. Se trata de una red de redes interconectadas entre sà que brindan información y comunicación a quienes se conectan a ella.
Y aunque ha habido múltiples esfuerzos por convertirlo en la mina de oro de unos cuantos, sus usuarios siempre han encontrado maneras de reclamar su propiedad. Si las computadoras de internet son sociales, los que se conectan a ellas también.
Una de las formas en las que esa interacción se ha vuelto evidente es a través de sitios de financiamiento colectivo que permiten a creadores independientes, entusiastas programadores o emprendedores alternativos apelar a la masa cibernética para hacer realidad sus sueños.
Pero ¿funciona este modelo?
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El ciberespacio se ha adueñado de nuestras vidas a través de internet, dispositivos móviles y otros gadgets.
Con su llegada hemos volcado en él un sinnúmero de datos financieros y personales casi con una confianza ciega y absoluta.
Sabemos que hay amenazas a nuestra información, pero solemos creer que es algo que no nos pasará a nosotros... aunque veamos como los perfiles de nuestros amigos son hackeados en redes sociales.
Y mientras sigamos pensando que las mejores contraseñas son «123456», «password» o «iloveyou» la situación no mejorará.
Los usuarios de la red parecen no entender aún la importancia de desarrollar una cultura de seguridad cibernética que debe empezar por no confiar ciegamente en los sitios de internet y debe concluir por establecer diferentes contraseñas para distintos tipos de sitios web.
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Algunos quizás necesiten una lupa o hasta una radiografÃa para entender esas letras pequeñas.
Cuanto más útil se hacen las páginas web y las aplicaciones móviles más dependemos del servicio de empresas como Google, Apple, Facebook y un largo etcétera.
La mayorÃa de ellas ofrecen servicios gratuitos a cambio de que aceptemos sus términos y condiciones de servicio. Se trata de esas letras pequeñas e interminables que aparecen en la pantalla cuando creamos una nueva cuenta o abrimos una app por primera vez.
La mayorÃa de nosotros hacemos clic en el botón "Aceptar" porque a) queremos usar el servicio lo más rápido posible; b) la extensión de dichas reglas es tan larga que leerlas requiere una buena cantidad de tiempo o c) aún si las leemos contienen cláusulas y lenguajes que sólo un abogado puede descifrar.
Si ustedes se cuentan entre quienes leen a fondo dichas reglas... ¡felicitaciones! Ustedes se acaban de convertir en mis nuevos Ãdolos. Si además de leerlas las entienden, esto ya es admiración profunda. Desafortunadamente esta entrada no es para ustedes.
Estas lÃneas van dedicadas a los simples mortales que simplemente hacen clic sin leer a fondo lo que están aceptando.
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Un año antes de que Google decidiera incursionar en el mundo de las tabletas llegó Chromebook, su laptop sin disco duro, basada enteramente en la nube y sólo con un navegador, Chrome, en sus entrañas.
El producto trajo consigo algunos elogios y una cascada de crÃticas.
Lo positivo remarcó la apuesta del modelo, la rapidez de inicio del dispositivo y su simplicidad.
Lo negativo se enfocó en el precio (alrededor de US$350 en aquel entonces), la falta de aplicaciones de Chrome, las especificaciones técnicas del producto contra el precio, entre otras.
Muchos pensaron que el buscador matarÃa el producto, pero 12 meses después la segunda generación de las computadoras portátiles llegó al mercado y no vino sola. Se hizo acompañar de Chromebox, su versión para escritorios.
Probamos a ambas durante una semana y éste es nuestro veredicto.
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Hace unas semanas Google reveló un secreto a voces: su entrada al mercado de las tabletas de la mano de Nexus 7, un dispositivo con una pantalla de siete pulgadas y procesador cuádruple.
Unos dÃas atrás la tableta salió al mercado y hemos tenido la oportunidad de usarla durante cinco dÃas para decirles lo bueno, lo malo y lo que busca.
Y para cerrar el cÃrculo de la llegada de la empresa al mundo de las máquinas, la próxima semana revisaremos Chromebook y Chromebox, las computadoras portátiles sin disco duro que sólo funcionan conectadas a la nube.
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